SEBASTIÁN OLIVA DEL BLANCO

domingo, 25 de enero de 2009


Sebastián Oliva del Blanco, el nuevo director del centro, era una persona fría. Su mirada era un pozo negro, en el que no se podía leer ningún estado de ánimo.
Al ser testigos de la inexpresividad de su cara, todos nos mostrábamos reacios a ofrecerle nuestra simpatía o confianza. No presentaba ni siquiera muestra de pensamiento.
A muchos les aterrorizaba la simple posibilidad de verlo vagar por los pasillos, desiertos a costa de su misma presencia. Ya nadie tenía valor para ir al baño, pues un alumno de 3º había regresado de él, pálido como un folio, sin fuerzas para mediar palabra. A mí, su hermana me contó que se negaba a hablar del tema.
Días después escuché cómo un grupillo hablaba del asunto. Al parecer, una chica estaba en el baño femenino, situado justo enfrente del de los chicos y, cuando iba a salir, lo escuchó todo. A pesar de que no se atrevió a abrir la puerta al reconocer la voz del director.
-El chico enmudeció cuando el director le preguntó qué hacía fuera de clase -explicaba la chica- Cuando le miró a los ojos y le habló, el chico quedó misteriosamente paralizado.
La noticia se extendió por todo el instituto. Por mi cabeza corrían tantos pensamientos como rumores por los pasillos. Claro que yo me negaba a dar crédito a cualquier versión improvista de argumentos. La palabra "misterio" estaba tatuada en su frente. Los recientes sucesos en los lavabos y las prisas del antiguo director por irse, junto con la rapidez con la que lo habían sustituido por un sujeto desconocido, incluso para los maestros, me dio qué pensar.
Hablé con su hermana sobre el asunto y le mencioné el tema de que el director fuera la única persona que había visto en su camino hacia el baño. Al parecer, todas las hipótesis posibles daban lugar a dudas, pero no teníamos más remedio que abrir bien los ojos, pues no podíamos investigar sin levantar sospecha en un centro donde las paredes escuchaban.
Después de varias semanas, todos se habían vuelto personas tan inexpresivas como el director. Por suerte, yo estaba pendiente de todos los indicios del extraño robo de expresión y, al no relacionarme con ellos, por seguridad en parte, no pude ser contagiado.
Me dediqué a ser la sombra del siniestro director. Aunque tenía que ser muy precavido...
La hermana del chico también estaba en trance continuo, como el resto de compañeros. Pero, tuve la esperanza de que mi conversación con ella le recordara el misterio en torno al director. Aunque su mirada me sugería que intentaba expresarme su preocupación, sentí impotencia al no poder ayudar ni a ella ni a ningún otro alumno o maestro.
Esa misma mañana vi cómo un conserje fruncía el ceño y presté atención a cada uno de sus movimientos.
Me di cuenta de que era el único que entraba al despacho del director, puesto que los demás no tenían preocupación por lo que pudieran ganar con entrar. Pero, yo sabía que si me acercaba saldría de dudas rápidamente.
En la hora de inglés, me acerqué deslizándome silenciosamente por los pasillos desiertos. Conforme bajaba las escaleras y me aproximaba al despacho, situado a mano izquierda, escuchaba un sonido peculiar, que se asemejaba al ruido que hacen un montón de avispas revoloteando al unísono.
Cuando iba a pegar la oreja en la puerta, ésta se deslizó al tiempo que el zumbido cesaba. Claramente me habían invitado a entrar.
¡Cómo no supuse que se darían cuenta de que no me influía esa especie de hechizo que se cernía sobre todos en ese mismo momento!
En ese mismo instante frené el bolígrafo en seco y descubrí que ni en mi imaginación había otro modo de robar la libertad de expresión que no fuera matando.
A algunos no nos asusta la muerte, por tanto, tapen sus oídos.

Pablo Castilo Morcillo, 2º C ESO

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